jueves, 19 de agosto de 2010

2 x 4



Él le preguntó si sabía bailar tango mientras caminaban tomados de la mano como dos niños encima del fantasma adoquinado del asfalto. Pisoteaban cada uno al son de la imaginación compaces que coincidían en un solo tiempo y nada más.
Ella susurró “Dosporcuatro”. Él rió, tarareando una pregunta al aire: “¿Vamos a mi casa?”.
Ella detuvo la marcha y lo miró de reojo: “No sé qué cuentas estarás haciendo vos… Ya está amaneciendo”. Él imaginó que ella no paraba de contar números decimales, mientras con su voz aniñada imploraba -como si no quisiera hacerlo-: “No te burles de mi soledad”.
Él se puso delante de ella y la tomó por la cintura. Y bailaron mientras la ciudad se desperezaba (o al menos eso necesitaron creer que hacían…).

domingo, 1 de noviembre de 2009

Ella...


... se durmió queriendo soñarlo y sentirlo despierto, soñándola.

martes, 8 de septiembre de 2009

Sin título


En puntas de pie voy caminando sobre una cuerda finísima. De un lado, el pasado. Del otro, el futuro. Debajo mío, a miles de kilómetros de distancia, el vacío.
Camino lentamente mientras la cuerda se tambalea a un lado y a otro, a un lado y a otro. Mi cuerpo -desnudo ya- intenta mantener el equilibrio, contrarrestar el peso hacia un lado cuando la cuerda vira hacia el otro y viceversa (la resistencia aerodinámica es asunto de la Física y encrucijada de los amantes).
Avanzo para no detenerme, me detengo para no caer. Miro hacia abajo y veo tinieblas, una densa oscuridad que no me permite medir la distancia real entre la cuerda y la tierra. Siento vértigo. Un terrible, primitivísimo, miedo a caer. Pero me resisto a perecer. Reestablezco el equilibrio y continúo avanzando. Un pie -punta, base, talón-, el otro –punta, base, talón- y así sucesivamente, durante un tiempo infinito que parece transcurrir sin que nada transcurra, más que un pie –punta, base, talón- y el otro –punta, base, talón-.
Una suave pero decisiva brisa empuja la cuerda hacia un lado. Instintivamente, mi cuerpo se inclina hacia el otro. Quedamos así, suspendidas la cuerda y yo, como en una fotografía de malabarista de circo. Durante ese microscópico lapso de tiempo, alcanzo a escuchar el murmullo del mar. Intento -con todas mis fuerzas- retenerlo, determinar su procedencia espacial, pero es en vano. La brisa cambia de dirección bruscamente, haciéndome perder el equilibrio y tambalear sobre la cuerda. De inmediato consigo reestablecerme y me inclino hacia el lado opuesto. Otra vez la fotografía y, en el instante infinitesimal… el silencio. Un profundo signo de interrogación. La brisa se detiene y la cuerda vuelve a su posición de reposo. Mi cuerpo también, pero mi mente no.
Anhelo el murmullo del mar, la sal de tu piel. No puedo recuperar el tiempo que se escurrió entre tus besos, entre ese último abrazo que se resistía a morir. No puedo llegar a vos, a eso que fuimos, no puedo alcanzarlo, caminando en puntas de pie encima de esta soga que se tambalea continuamente, porque sé que no voy a encontrarte al final del camino, por lo menos eso que fuiste. Y el silencio me hace huir, me aterra más que tus palabras de amor pronunciadas a miles de kilómetros de mi boca.
Frente a la imposibilidad de revivir el pasado, frente a la incertidumbre de construir un futuro que nos incluya, no sé vivir el presente. Miro hacia abajo y siento que no puedo más mantener el equilibrio, me quiero bajar, hundirme en las tinieblas, entrar en ese viaje oscuro y doloroso. Pero nada me asegura que, una vez que sienta la tierra debajo de mis pies, una brisa me acerque, de tanto en tanto, el murmullo inasible del mar.

viernes, 28 de agosto de 2009

Restos de vos


Tan efímero como una ola estrellándose en las rocas...
Tan intrascendente como mis palabras.
No hay restos de vos en mi carne.
Como las huellas que dejan los pliegues de las sábanas...
Todo se desvanece en el transcurrir.
Todo se transforma en Nada, en olvido.
Sólo quedan esqueletos vacíos.
Variaciones de uno en los espejos de los demás.
Lucha cuerpo a cuerpo contra la inexistencia.
Perdurar en el otro, en su cuerpo…
Existir fuera de nuestro insoportable molde.
Sos el recuerdo de un sueño prefabricado.
La ilusión que se antepone a tu silueta.
Siempre va a ser así…
Mis palabras intentan retener aquello que no fuiste ni serás.
No hay restos de vos en mi carne. Sólo huellas de sábanas con olor a soledad.


jueves, 27 de agosto de 2009

DISPARÓSE! Fue de muerte natural

Ella, la mujer sin nombre, era de una belleza agresiva, siempre al borde de la herida, de una sensualidad instintiva, no prefabricada como la de esas conejitas absurdas.
Manos de dedos largos y finos, uñas en punta capaces de provocar los deseos más oscuros del hombre más eréctil; andar sinuoso, como de felino paseándose alrededor de su presa, siempre en actitud de acecho.
Inescrupulosa, desprejuiciada, exhibiendo sus curvas por doquier.
Una tarde gris de otoño, miróse por primera vez desnuda. Ella, que no dudaba en comprar su ropa uno o dos talles menos de lo que realmente necesitaba. Ella, que provocaba la envidia de todas las mujeres, aún de las más delgadas y curvilíneas, y despertaba la lujuria hasta del hombre más puritano. Ella, la mujer que había perdido la ingenuidad en brazos de cualquier hombre, a muy temprana edad, sin lamentarse ni avergonzarse jamás por ello, orgullosa de provocar perversiones.
La mujer sin nombre paróse frente al espejo de cuerpo entero y quitóse las prendas de a una, lentamente, haciendo pausas eternas entre una liga y otra, entre el corpiño y el zapato rojo de taco aguja.
Ella descubrióse frente al espejo como una adolescente, sorprendida de verse desnuda, portadora de curvas sinuosas, de una piel aterciopelada y virginal, nunca antes erizada por el contacto con otra piel. Ella observó con detenimiento cómo cada centímetro de su cuerpo se erizaba al ser penetrado por el frío otoñal que ingresaba por la ventana entreabierta. La sangre se le heló y corrió por sus venas, congelándole el cuello, el escote, el vientre y los muslos.
La mujer sin nombre se desvestía, por primera vez, frente a sí misma y se descubría desnuda, ya no para cautivar, para erotizar a su ocasional compañero de sábanas, ni siquiera desnuda para satisfacerse a sí misma.
Sintió la soledad oprimiendo todo sus ser, como un látigo filoso que la azotaba sin cesar.
Lloró, lloró como nunca antes había llorado. Cubrióse el cuerpo con lágrimas y, sin dejar de mirar su reflejo en el cristal, se rodeó con los brazos el pecho y el vientre.
La mujer sin nombre y sin amor, en un impulso estallóse contra el espejo con todas sus fuerzas. No contenta con haber partido en dos el cristal, lo golpeó con los puños apretados, hasta hacerlo añicos.
Sangró, lloró, como una sola y única acción: el llanto era sangre y la sangre lágrimas.
No sintió dolor físico al desangrarse. Disparóse, fue de muerte natural.

lunes, 24 de agosto de 2009

Homenaje


“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua”.
(de "Rayuela", Julio Cortázar)