Él le preguntó si sabía bailar tango mientras caminaban tomados de la mano como dos niños encima del fantasma adoquinado del asfalto. Pisoteaban cada uno al son de la imaginación compaces que coincidían en un solo tiempo y nada más.
Ella susurró “Dosporcuatro”. Él rió, tarareando una pregunta al aire: “¿Vamos a mi casa?”.
Ella detuvo la marcha y lo miró de reojo: “No sé qué cuentas estarás haciendo vos… Ya está amaneciendo”. Él imaginó que ella no paraba de contar números decimales, mientras con su voz aniñada imploraba -como si no quisiera hacerlo-: “No te burles de mi soledad”.
Él se puso delante de ella y la tomó por la cintura. Y bailaron mientras la ciudad se desperezaba (o al menos eso necesitaron creer que hacían…).
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