Ella, la mujer sin nombre, era de una belleza agresiva, siempre al borde de la herida, de una sensualidad instintiva, no prefabricada como la de esas conejitas absurdas.
Manos de dedos largos y finos, uñas en punta capaces de provocar los deseos más oscuros del hombre más eréctil; andar sinuoso, como de felino paseándose alrededor de su presa, siempre en actitud de acecho.
Inescrupulosa, desprejuiciada, exhibiendo sus curvas por doquier.
Una tarde gris de otoño, miróse por primera vez desnuda. Ella, que no dudaba en comprar su ropa uno o dos talles menos de lo que realmente necesitaba. Ella, que provocaba la envidia de todas las mujeres, aún de las más delgadas y curvilíneas, y despertaba la lujuria hasta del hombre más puritano. Ella, la mujer que había perdido la ingenuidad en brazos de cualquier hombre, a muy temprana edad, sin lamentarse ni avergonzarse jamás por ello, orgullosa de provocar perversiones.
La mujer sin nombre paróse frente al espejo de cuerpo entero y quitóse las prendas de a una, lentamente, haciendo pausas eternas entre una liga y otra, entre el corpiño y el zapato rojo de taco aguja.
Ella descubrióse frente al espejo como una adolescente, sorprendida de verse desnuda, portadora de curvas sinuosas, de una piel aterciopelada y virginal, nunca antes erizada por el contacto con otra piel. Ella observó con detenimiento cómo cada centímetro de su cuerpo se erizaba al ser penetrado por el frío otoñal que ingresaba por la ventana entreabierta. La sangre se le heló y corrió por sus venas, congelándole el cuello, el escote, el vientre y los muslos.
La mujer sin nombre se desvestía, por primera vez, frente a sí misma y se descubría desnuda, ya no para cautivar, para erotizar a su ocasional compañero de sábanas, ni siquiera desnuda para satisfacerse a sí misma.
Sintió la soledad oprimiendo todo sus ser, como un látigo filoso que la azotaba sin cesar.
Lloró, lloró como nunca antes había llorado. Cubrióse el cuerpo con lágrimas y, sin dejar de mirar su reflejo en el cristal, se rodeó con los brazos el pecho y el vientre.
La mujer sin nombre y sin amor, en un impulso estallóse contra el espejo con todas sus fuerzas. No contenta con haber partido en dos el cristal, lo golpeó con los puños apretados, hasta hacerlo añicos.
Sangró, lloró, como una sola y única acción: el llanto era sangre y la sangre lágrimas.
No sintió dolor físico al desangrarse. Disparóse, fue de muerte natural.