En puntas de pie voy caminando sobre una cuerda finísima. De un lado, el pasado. Del otro, el futuro. Debajo mío, a miles de kilómetros de distancia, el vacío.
Camino lentamente mientras la cuerda se tambalea a un lado y a otro, a un lado y a otro. Mi cuerpo -desnudo ya- intenta mantener el equilibrio, contrarrestar el peso hacia un lado cuando la cuerda vira hacia el otro y viceversa (la resistencia aerodinámica es asunto de la Física y encrucijada de los amantes).
Avanzo para no detenerme, me detengo para no caer. Miro hacia abajo y veo tinieblas, una densa oscuridad que no me permite medir la distancia real entre la cuerda y la tierra. Siento vértigo. Un terrible, primitivísimo, miedo a caer. Pero me resisto a perecer. Reestablezco el equilibrio y continúo avanzando. Un pie -punta, base, talón-, el otro –punta, base, talón- y así sucesivamente, durante un tiempo infinito que parece transcurrir sin que nada transcurra, más que un pie –punta, base, talón- y el otro –punta, base, talón-.
Una suave pero decisiva brisa empuja la cuerda hacia un lado. Instintivamente, mi cuerpo se inclina hacia el otro. Quedamos así, suspendidas la cuerda y yo, como en una fotografía de malabarista de circo. Durante ese microscópico lapso de tiempo, alcanzo a escuchar el murmullo del mar. Intento -con todas mis fuerzas- retenerlo, determinar su procedencia espacial, pero es en vano. La brisa cambia de dirección bruscamente, haciéndome perder el equilibrio y tambalear sobre la cuerda. De inmediato consigo reestablecerme y me inclino hacia el lado opuesto. Otra vez la fotografía y, en el instante infinitesimal… el silencio. Un profundo signo de interrogación. La brisa se detiene y la cuerda vuelve a su posición de reposo. Mi cuerpo también, pero mi mente no.
Anhelo el murmullo del mar, la sal de tu piel. No puedo recuperar el tiempo que se escurrió entre tus besos, entre ese último abrazo que se resistía a morir. No puedo llegar a vos, a eso que fuimos, no puedo alcanzarlo, caminando en puntas de pie encima de esta soga que se tambalea continuamente, porque sé que no voy a encontrarte al final del camino, por lo menos eso que fuiste. Y el silencio me hace huir, me aterra más que tus palabras de amor pronunciadas a miles de kilómetros de mi boca.
Frente a la imposibilidad de revivir el pasado, frente a la incertidumbre de construir un futuro que nos incluya, no sé vivir el presente. Miro hacia abajo y siento que no puedo más mantener el equilibrio, me quiero bajar, hundirme en las tinieblas, entrar en ese viaje oscuro y doloroso. Pero nada me asegura que, una vez que sienta la tierra debajo de mis pies, una brisa me acerque, de tanto en tanto, el murmullo inasible del mar.